Pepa Expósito siempre había confiado en sus piernas.
No es que se le diera mal resolver sus problemas de otra forma, pero ante la ausencia de una solución más convincente, salir por patas había demostrado una y otra vez ser un plan de acción muy efectivo. En los montes de Ronda, donde se había ganado la vida escamoteando bienes ajenos, esa tendencia suya hizo que pronto se la conociera como la Polvorosa.
Y en este momento, la Polvorosa corría como no lo había hecho en su puñetera vida.
No debía sacarles más de una docena de pasos. Podía oír las túnicas rozar con la hojarasca, y el olor a cirio quemado aún le pisaba los talones.
El agua bendita del pequeño caldero que llevaba le salpicó en la cara. Estaba helada. Quería soltar el cacharro, pero la maldición se lo impedía. Igual que la obligaba a sujetar la pesada cruz de madera que llevaba en la otra mano.
Un caballo muerto relinchó a su izquierda, entre los árboles. La bandolera dio un traspiés. Se arañó la mano contra un tejo, pero consiguió recuperar el equilibrio sin perder el paso. Trató de girar la cabeza para mirar al espanto.
Fue inútil. Apenas logró torcer un poco el cuello antes de notar unas tenazas invisibles apretando su cráneo.
“La persona que sujete el agua y la cruz guiará la Hueste hasta su muerte, y no podrá jamás tornar la vista atrás.”
Nada de mirar atrás. Otro bonito detalle de la maldición.
Una segunda bestia cruzó los matorrales delante de ella. Su jinete sujetaba las riendas con una mano sin carne. Un cómplice rayo de luz de luna los reveló como un amasijo de harapos y huesos, blancos como la muerte. Pepa dio una larga zancada para apoyarse en la raíz de un castaño y esquivar hacia la izquierda. Notó la tenaza de nuevo, forzándole a mantener el rumbo.
El agua bendita volvió a salpicarle, esta vez en los ojos. La cruz pesaba como un perro chico. Las piernas le ardían.
Isabel se iba a acordar de esto.
Un centenar de cadáveres y espantos corrían tras ella. Así que Pepa, la Polvorosa, corría como no lo había hecho en su puñetera vida.
Porque a veces, por una amiga, se hacen locuras así. Y porque no se le había ocurrido un plan mejor.
* * *
—Tiene que haber un plan mejor, fraile.
—Calla, niña. La boca bien cerrada. No te vayas a tragar los óleos.
Pepa apretó los labios mientras el anciano le ungía la cara con el aceite perfumado. El clérigo había convertido la única mesa de la habitación en un improvisado banco de trabajo, y en ella se agolpaban artilugios sagrados, potingues y un par de jarras llenas de vino barato.
Gaspar, que había observado el proceso en silencio mientras cavilaba, se levantó y abrió la ventana.
—Mi buen Fray Azumbre, no puedo sino estar de acuerdo con la zagala. Ese mejunje no me parece protección suficiente contra las ánimas. Y huele a rayos.
El viejo se volvió hacia él, meneando un dedo acusador que salpicó de aceite media habitación.
—No sabéis lo que decís, muchacho. El óleo de los enfermos aplicado en los párpados es muy efectivo en estos casos. La Hueste, que se ha llevado presa a nuestra pobre Isabel, es invisible a nuestros ojos. Pero gracias a esto Pepa podrá verlos.
El fornido hombretón resopló, agachándose para acariciar al enorme mastín que descansaba a los pies de la ventana.
—¿Y creéis que verlos será suficiente? Pepa estará sola, rodeada de toda clase de espantos. Una vez tome el agua y la cruz, será ella quien quede condenada a vagar junto a la Santa Compaña.
—Quien ve el mal, puede evitarlo.
—Harta me tenéis ya.
La bandolera se incorporó, apartando al fraile. Éste se encogió de hombros y se sirvió un vaso de vino. Le goteaban las barbas cuando se dirigió al hidalgo:
—Solo será guía de la comitiva durante un rato, Gaspar. Una vez Isabel quede liberada, Pepa tendrá que atraer al cortejo al lugar indicado.
—Que más vale que hayáis terminado de preparar —dijo la Polvorosa, quitándole el vaso al fraile para acabárselo de un trago.
—¡Eh!
—¿Y es que yo no puedo hacer nada más? ¿Gaspar de Mondragón, temido en media España, relegado a juntar ramas y esperar a que pase el peligro?-dijo el joven, levantándose y alzando la voz.
Tristán empezó a ladrar moviendo el rabo, como apoyando su alegato.
Siempre se tiene que poner el perro de su parte, pensó Pepa encarando a Gaspar.
—Menos humos, su majestad—le respondió—. Que estamos en este lío por tu culpa. Además, tienes demasiada espalda para pasar por esqueleto.
—¡Demasiada espalda!¿Y cómo que por mi culpa? Yo jamás hubiera propuesto atajar por el bosque si hubiera sospechado que la bella Isabel iba a acabar presa de esas apariciones del infierno. ¡Me insultáis, Expósito!
El hidalgo dio un golpe en la mesa, que mandó volando una de las jarras. Fray Azumbre la pescó en el aire justo antes de que se estrellara contra el suelo. El perro aprovechó para pegarle un lametón.
—¡Haya paz, carajo!—dijo apartando al animal—. A Pepa no le falta razón, pero es inútil discutir culpables. Aquí lo que importa es rescatar a la herrera, y tu acero no nos servirá de nada sin los ritos adecuados. ¡Más te serviría un palo!
El hombretón pareció encoger cuando se derrumbó en la silla. Temblaba de puro nervio. La muchacha se acercó a Gaspar, dándole una palmada en el hombro. Sabía que bebía los vientos por la gitana, y que el pobre se sentía impotente por no poder hacer frente a este problema con la espada. Era un buen hombre, pero de registro limitado.
—Venga, canijo —le dijo, sonriéndole—. Sé bien que estás frustrado, como todos. No te sulfures. Vamos a sacarla de ahí esta noche.
—Solo pensar en el miedo que estará pasando…
—Isabel es fuerte, lo sabes de sobra. No pudimos hacer nada entonces, Gaspar, pero ahora sí. Tú prepararás el refugio con el Fraile. Necesitamos a alguien con buenos brazos para esto, no hay nadie mejor.
Gaspar seguía cabizbajo, pero asintió. Pepa se incorporó, recorriendo la habitación con la mirada.
—Os lleváis a Tristán, por si os hace falta buscarme.
El mastín ladró como respuesta. Siempre sabía cuando hablaban de él.
—Y usté, fraile, mantendrá el círculo a punto. Esperemos que sea tan efectivo como dice.
—Descuida, que el círculo servirá.
—Pues apuremos la jarra, que tendríamos que ir saliendo ya.
* * *
La bandolera se dijo que lo peor había pasado. Debía de llevar andando en esa comitiva del infierno apenas unos minutos, pero le parecían horas.
El tiempo no es que vuele precisamente cuando te rodeas de muertos que caminan.
Había avanzado poco a poco, paso a paso, tratando de no llamar la atención de los cadáveres. Afortunadamente el disfraz improvisado parecía funcionar y, desafortunadamente, el ungüento que se le secaba sobre los párpados también. Ver a los muertos desfilar desde lejos había sido suficiente para sentir hielo en las venas, pero compartir comitiva estaba a punto de matarla de puro pavor.
Respiró hondo y lento, con cuidado de que no notaran su aliento. Los muertos no respiran, se dijo. Estaba cada vez más cerca de la cabeza de la comitiva.
Solo un poquito más.
Un par de zancadas más largas de la cuenta la dejaron detrás de un huesudo canónigo.
El difunto, aunque translúcido de sustancia, enarbolaba con brío un oxidado bombardino.
No pocas veces se vio Pepa obligada a esquivar el metal corroído en sus idas y venidas, y no pudo evitar acordarse de un lejano primo de un amigo aún más lejano, que llegando a ostentar brevemente el cargo de sochantre en la Basílica de la Encarnación de Málaga, lo perdió por la violencia con la que blandía el instrumento musical, y las heridas que esto ocasionaba al resto de integrantes del coro.
Pestañeó varias veces, confundida. La niebla que envolvía a estos espíritus parecía rodear sus pensamientos en un abrazo asfixiante, introduciendo extrañas ideas y mermando su voluntad.
Volvió a respirar hondo, y retomó el paso. Adelantó a una pareja de acólitos enfundados en dalmáticas vaporosas, y pronto tuvo la espalda de Isabel frente a ella.
No tiembla. Vaya nervios de acero que tiene la gitana.
No pudo evitar una sonrisa de malicia al acercarse a su oreja.
—Isabel —susurró—.
—¡Diantre!
La joven gitana pegó un respingo. Mantuvo el paso aún así, sin soltar la cruz y el recipiente que cargaba, lo que Pepa asumió que era en parte cosa de la maldición.
—¿Polvorosa, eres tú? —susurró Isabel sin girar la cabeza.
Pepa esperó un momento, por ver si los muertos se habían percatado del sobresalto. Viendo que seguían marchando sin cambio, respondió:
—Soy. Hemos venido a por ti.
—Pepa, estás majara.
—Calla. Dame la cruz y el cazo y echa a correr hacia esos dos árboles.
—¿Cómo? —soltó, alzando un poco la voz. Pepa le pegó un pellizco, para que volviera a los susurros—No pienso hacerlo. Quedarías tú condenada. No puedo verlos, pero sé que están ahí atrás. Huelo la cera, y a veces veo las luces.
—Yo sí puedo verlos del todo, y créeme, estás mejor así. Haz lo que te digo, antes de que nos pillen.
—¿Y si te paso la maldición qué piensas hacer?
—Tenemos un plan.
—¿Es bueno?
—Ya veremos. Pero es un plan.
—Ofú—resopló Isabel.
—Tú dame eso y corre. No mires atrás, no te pares, y cuando veas tres luces dirígete ahí. Te esperan los demás.
Pepa se puso a su lado y le cogió la cruz. Notó una especie de calambre subiéndole el brazo al hacerlo. Isabel la miró con sus grandes ojos castaños, desbordados de preocupación. Inspiró hondo y le tendió también el pequeño caldero.
Los dedos de Pepa se cerraron sobre el asa con otra sacudida, y fue como si alguien los hubiera soldado ahí.
A sus espaldas el silencio pasó de sepulcral a tumulario. Aunque imposible, Pepa podía jurar que los cientos de muertos a sus espaldas aguantaban la respiración en ese momento. Una fuerza invisible giró sus hombros, cuadrándola con la dirección de la Hueste, obligándola a seguir andando.
—Que Dios te bendiga Pepa. —le susurró Isabel, plantándole un beso en la frente. Miró a los lados como un cervatillo antes de deslizarse tras la sombra de un roble.
Los músculos de Pepa chillaban, en tensión. La compañía necesitaba un guía, y una fuerza le instaba a mover los pies.
La Polvorosa volvió a andar, notando como la presión sobre su cuerpo y su cabeza se reducía. Dio un paso tras otro, guiando la procesión de ánimas por aquel bosque, que ahora le parecía oscuro y terrible.
Aguantó solo un par de pasos más antes de echar a correr.
* * *
Los relinchos parecían salir de las gargantas de verdaderos diablos. Sonaban ya algo más lejanos. Pero no mucho más.
Pepa respiraba con dificultad. La maldición limitaba sus movimientos, y le había obligado a trazar una curva demasiado amplia. Eso la había alejado más de la cuenta del lugar acordado, y no estaba segura siquiera de ir en la dirección correcta. Todos los árboles parecían iguales, no había ni rastro de las tres luces que marcaban el refugio, y para colmo los muertos parecían seguirle el ritmo como ningún vivo lo había hecho hasta ahora.
Un ladrido le llegó desde la izquierda.
Tristán.
¡Estaba cerca!
La Polvorosa forzó al máximo su voluntad, trató de girar el cuerpo con todas sus fuerzas. Se plantó en mitad de un claro, concentrando todos sus pensamientos en eso. Sus músculos se negaron a obedecer.
Así que éstas tenemos. No me vais a dejar girar.
Empezó a correr de lado. Cruzando las piernas, saltando, trastabillando entre la maleza. No veía hacia dónde iba. Las manos chocaban con troncos, ramas y zarzas. Volvió a oler las velas, a notar como la fría bruma que acompañaba la Hueste le rozaba la piel.
Una garra transparente se cerró alrededor de su muñeca.
La bandolera gritó, pero tenía la garganta seca. Lanzó la cruz contra ese brazo pálido. La madera lo atravesó como si no existiera. Tiró con fuerza. Los dedos huesudos resistieron antes de deshacerse en jirones grises.
Escuchó otro ladrido. Y otro. Justo enfrente.
¡Tristán!
Se lanzó hacia delante como un potro desbocado. No tardó en ver tres ojos que rompían la oscuridad del bosque, tres candelas brillando en las ramas de un extraño y cuadriculado árbol que se alzaba en una peana de piedra musgosa. Era un cruceiro, una gran cruz de piedra construida como refugio para el viajero. Los muertos no podrían pisarlo. Lo habían ocultado con hojas y mantas para que la hueste no lo rodeara en su procesión.
Dentro de poco estaría a salvo.
Tristán agitaba la cola y ladraba como un loco, mientras Gaspar trataba de sujetarlo agarrándolo por un voluminoso arnés. Isabel y Fray Azumbre la jaleaban a los pies de los peldaños.
Solo un poco más.
Un poco más.
Sus pies tocaron piedra. En cuanto subiera los peldaños…
Las mandíbulas de un caballo muerto se cerraron en su hombro, con un chasquido que sintió en los propios huesos. El dolor hizo gritar a Pepa, que cayó hacia delante. Una mano fría le agarró la muñeca, tirando con fuerza hacia atrás, impidiendo que se desplomara. Alejándola del refugio.
Alguien gritó su nombre. Varias voces. La noche se llenó de voces.
Fray Azumbre gesticulaba, agitaba algo en el aire. La bestia le soltó el hombro, y notó sangre resbalando por su espalda. Isabel la alcanzó y la atrajo hacia ella. El brazo le ardía, estirado por esos dedos huecos. Y entonces vio a Gaspar.
El hidalgo estaba a su lado, gritando con esfuerzo. Tiró del enorme cruceiro de piedra hasta descargarlo contra el suelo. La cruz estalló contra el esqueleto, haciendo temblar la tierra. Huesos de jinete y bestia saltaron por los aires. El aire era polvo.
—¿Le he dado, fraile?
—¡Y tanto que le has dado!¡Ahora ayuda a Pepa!
Isabel la sujetó por un lado, y Gaspar por el otro. La subieron al pedestal, y Tristán le lamió la cara.
—Le han mordido el hombro, fraile —dijo Isabel, en algún lugar difuso. El dolor inundaba sus sentidos.
—No descanséis tan pronto muchachos. Que siguen aquí.
Pepa se forzó a abrir los párpados, y miró. Podía verlos a todos, expectantes al otro lado de la escuálida muralla de tiza que marcaba el suelo.
Acólitos, jinetes, capellanes, campesinos y monaguillos. Espíritus de gente del lugar que, como Isabel o como ella misma, habían quedado condenados a vagar cada noche en procesión, hasta formar otro eslabón de la propia Hueste. Cientos de cuencas vacías le devolvían la mirada, esperando a su guía.
—Un cruceiro sin cruz no los detendrá mucho tiempo.—dijo Azumbre, a su lado.
Tenía razón. Algunos de los muertos más atrevidos empezaban a subir los escalones. Gaspar e Isabel no podían verlos pero algo tenían que sentir, pues clavaban sus ojos en ellos igual, y los notaba temblar, nerviosos, a su lado. Hasta Tristán gimoteaba. A saber qué pueden ver los nobles ojos de un perro.
El perro.
Pepa hizo memoria, inspirando con fuerza para aguantar el dolor y el miedo. Las palabras del fraile le volvían a la mente.
—Fraile, cómo era eso que dijo ayer. Algo de que quien sujete el agua y la cruz…
—“La persona que sujete el agua y la cruz”
—Persona… —llegó a musitar Pepa. Estaba perdiendo sangre, y las fuerzas se le derramaban del cuerpo.
—¿La persona? —dijo Isabel, acariciando a Tristán. Gaspar se rascó la cabeza.
El fraile se quedó mirando al perro, que meneaba el rabo con abandono, contento ante la atención de todos. Se hizo un silencio pensativo.
—¡La persona que sujete el agua y la cruz guiará la Hueste hasta su muerte, y no podrá jamás tornar la vista atrás! —exclamó teatralmente el fraile, santiguándose. —¡Gaspar, tu zurrón!
Pero Isabel ya estaba en ello. Con su destreza habitual ató el enorme zurrón de Gaspar alrededor del mastín, tomó los enseres de las manos de Pepa y los metió en los bolsillos. Pepa se arrastró hacia el animal y le rascó debajo de la barbilla, en su lugar favorito.
—Corre, chico —susurró—. Corre hasta que salga el sol. Y luego búscanos.
Los ojos de Tristán brillaban, inteligentes. Casi le pareció que asentía. Luego el perro saltó y se perdió en el bosque, llevándose la cruz y el agua.
Y un centenar de cadáveres y espantos muy confundidos corrieron tras su nuevo guía.
* * *
Este relato fue publicado originalmente en el nº33 de la revista digital Tentacle Pulp, en Noviembre de 2022.