El Talamendro

Nunca una criatura fue a la vez tan esquiva y al mismo tiempo imposible de ignorar como el Talamendro. Alto como una montaña pequeña, lento como el invierno, el Talamendro se deja ver en tan raras ocasiones que su existencia lleva siglos disputándose en las universidades. Su forma, sin embargo, coincide en todos los documentos que se atreven a mencionarlo. Arrastra su enorme envergadura bajo una capa de plumas negras, cada una tan grande para constituir un techado por sí misma. El reverso de las plumas es blanco, con brillos plateados, y el viento las eriza al paso del coloso. Este fenómeno crea la extraña ilusión de que el Talamendro está formado por una imposible corriente de aguas negras y embravecidas, coronadas de espuma blanca conjurada cuando las plumas se remueven y muestran el pálido envés. Una marea insólita que engulle quebradas y valles.

El resto del cuerpo se oculta bajo la superficie de este falso oleaje que lo cubre como la sotana de un sacerdote y no se le conocen extremidades ni características fisiológicas algunas más que la cabeza. Protruye esta de entre las plumas, bajo la curva de la espalda jorobada, dejando ver solo una cara de color pardo. Las facciones del Talamendro recuerdan, si acaso vagamente, a las de un mancebo, pero son de tan primitiva crudeza que bien podría tratarse de una máscara tallada en madera, si fuera posible encontrar un árbol de tal envergadura. Su expresión nunca cambia una vez se deja ver, congelada en algún rictus sacado a golpes de gubia y martillo. Pero sí que lo hace entre visitas, como si en vez de mudar la expresión, sustituyera la cara entera por otra más apropiada. Los labriegos sostienen que es posible verlo sonreír, y que esto es motivo de alegría para todo el pueblo pues la expresión, aunque sardónica, augura buenas cosechas y rápidas recuperaciones de la enfermedad para el ganado. Su mueca de tristeza, por el contrario, llena los corazones de congoja y está unida a terribles acontecimientos y desastres naturales. Enfadado, solo se le vio una vez y poco más sabemos. El testigo dejó documentada la experiencia en temblorosa caligrafía. No se le encontró hasta días después de escribir aquello, despeñado al fondo de un acantilado.

Con tan reconocibles rasgos y su portentoso tamaño, la escasez de testimonios sobre la criatura se explica solamente gracias a su peculiar naturaleza, y al aspecto más insólito de esta misma. Para empezar, el Talamendro es invisible para un espectador hasta una cierta altura y distancia, de forma parecida aunque contraria a la de la niebla que se acumula, algodonosa, en la falda de las montañas. Además, incluso manteniendo la distancia idónea, que normalmente solo permite ver la parte superior de lo que creemos que es su torso, hay otra importante condición que debe cumplirse. 

El Talamendro es, hasta ahora, la única bestia de naturaleza angular documentada por el hombre. Es decir, solo existe para la vista cuando el ángulo entre la criatura, el Sol, y el observador, entra dentro de una concreta horquilla. Como la banda tornasolada del arcoiris, observable solo cuando la luz atraviesa el vapor de agua en cierta dirección respecto a nuestra mirada, el Talamendro solo puede ser visto en situaciones específicas. Esto ha causado no pocos tropiezos cuando el testigo, ocupado en sus quehaceres en el monte, se encuentra de pronto una montaña negra que hasta hace un momento no estaba ahí, a apenas cinco metros de su cara. Los estudiosos aún no han sido capaces de acotar dicha horquilla angular con exactitud, aunque los testimonios apuntan a que el ángulo concreto puediese estar contenido en la franja norte-noroeste, considerando un observador que se acercase a su posición directamente, y en línea recta, desde el sur. 

Pese a todo, en modo alguno es necesario preocuparse. Aunque de visibilidad caprichosa, el Talamendro es indiscutiblemente insustancial. Cualquier piedra lanzada contra él (reacción visceral documentada por varios de sus testigos) lo atraviesa como jirón de niebla. Y su mole, ciclópea como es, no ha causado nunca daño alguno a la foresta. 

Hay quien sostiene que pertenece en realidad a algún otro reino y que en este mundo nuestro el Talamendro vive solamente de prestado, apareciéndose en cortas visitas de agenda incierta. Como si se asomase con sumo cuidado a la orilla de un estanque y nosotros, carpas confusas, nos viésemos resignados a boquear desde el fondo.


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